Isabel Mesón/Miguel Ángel Mesón
La formación de los jóvenes aspirantes a toreros ha sufrido a lo largo de la historia una importante evolución, pasando por diferentes y variopintos caminos hasta que los más afortunados conseguían llegar a matadores de toros y, los menos, a figuras reconocidas.
Si hiciéramos un breve recorrido histórico hasta llegar a las escuelas taurinas actuales, sin pretensión de ser exhaustivos, podríamos comenzar en la Edad Media por los llamados “matatoros”, arraigados sobre todo en la Castilla más septentrional, las Vascongadas y Navarra. Eran personas que bordeaban frecuentemente la ley, viviendo del robo, del vandalismo y de matar toros en los pueblos.
Con el paso de los años tendríamos que hablar de los pajes y lacayos que acompañaban a los caballeros cuando lanceaban los toros y que, poco a poco, comenzaron a torear a pie haciéndose los protagonistas del espectáculo. Así llegamos a Francisco Romero, quien en el siglo XVIII se convierte en el primer matador de toros importante y fundador de una destacada dinastía taurina.
Un tercer punto del que surgen los primeros grandes matadores son los mataderos, especialmente los de Sevilla, Córdoba y Cádiz, donde los jóvenes aspirantes a toreros podían practicar, más o menos furtivamente, y coger experiencia. Del matadero de Córdoba salió, por ejemplo, el gran Rafael Molina “Lagartijo”, el principal diestro de finales del siglo XIX.
Un momento histórico de gran importancia que no se puede pasar por alto se produce el 11 de abril de 1830, cuando el rey Fernando VII, por iniciativa del Conde de la Estrella, decide crear una Escuela Taurina en Sevilla para que las futuras promesas pudieran recibir su formación. El 3 de enero de 1831 arranca su funcionamiento, siendo Pedro Romero su primer director. Desgraciadamente, su vida fue corta (hasta 1834) pero constituyó un hito importante, y por ella pasaron diestros afamados como Francisco Montes “Paquiro”, Francisco Arjona “Cúchares” y Manuel Domínguez “Desperdicios”.
Como no existían las novilladas como tal, el proceso de aprendizaje de los futuros matadores era integrarse en la cuadrilla de algún diestro como banderilleros, pasando después a ser “medios espadas” y finalmente matadores. Como integrantes de estas cuadrillas, el matador de turno les cedía de vez en cuando la muerte de algún toro (la faena de muleta no tenía la importancia que tiene hoy en día) y así iban adquiriendo experiencia.
Quizás de todos los matadores que siguieron este camino el más famoso fuera el gran Rafael Guerra “Guerrita”, quien antes de convertirse en matador ya llevaba más gente a la plaza que su propio jefe de filas y su nombre aparecía destacado en los carteles.
Llegados ya al siglo XX, tenemos que hablar indudablemente de la figura del maletilla, jóvenes sin recursos que buscaban su oportunidad recorriendo a pie los campos bravos con su hatillo a cuestas buscando algún pitón en los tentaderos (hacer la tapia), toreando en capeas o furtivamente por las noches. Su figura fue muy destacada durante los años del desarrollo económico en 1960-1970 y entre ellos podemos destacar al luego mundialmente conocido Manuel Benítez “El Cordobés” y a Sebastián Palomo Linares.
Las capeas han sido históricamente un vivero importantísimo de matadores de toros. Se tiene constancia de la celebración de las mismas desde el siglo XV, tanto en pueblos como en fincas ganaderas. De ellas han salido grandísimos toreros, que cogían experiencia midiéndose a reses de todo tipo y condición.
En los últimos años, los jóvenes aspirantes a toreros se han forjado en las escuelas taurinas, de las que se contabilizan casi setenta en toda la geografía española. La pionera en este sentido fue en los años setenta del siglo pasado la Escuela Taurina de Madrid, bajo la dirección de Enrique Martín Arranz. De ella salieron toreros como el malogrado José Cubero “Yiyo” (formando parte de los llamados Príncipes del toreo junto a Lucio Sandín y Julián Maestro) o figuras como José Miguel Arroyo “Joselito”.
El Reglamento taurino de 1996 estableció las bases legales del funcionamiento de las escuelas taurinas como medio habitual de los aspirantes a toreros profesionales, asegurando su formación académica y regulando el camino a seguir desde becerristas. Aunque su labor es innegable, no son pocos los aficionados que echan de menos los caminos anteriores, alegando que las escuelas han traído la uniformidad al torero, perdiéndose la variedad de personalidades que tenían los toreros según hubiera sido su proceso de aprendizaje.
Esperemos que, en tiempos difíciles como los actuales, iniciativas como las de la Fundación del Toro de Lidia sirvan para allanar un poco el siempre tortuoso camino de los novilleros.