
Cuando Morante le confesó a Zabala de la Serna que estaba cansado de matar siempre lo mismo, las ganaderías con las que ha venido acartelándose sin solución de continuidad en las últimas temporadas –las del toreo eterno, la embestida soñada y las caritas toreras– no puedo dejar de confesar que fueron sus palabras miel para los oídos, ambrosía para el alma. Y es que no más de setenta y dos horas, en uno de los restaurantes que se abren bajo los tendidos de la Plaza de toros de Granada, un célebre ganadero se jactó ante quien escribe y otros respetables señores que no le caían bien los tipos como nosotros, los aficionados, porque teníamos ideas radicales, estábamos contaminados e intoxicados por los mantras que se destilan en las crónicas de la prensa digital.
En estas afrentosas declaraciones, que no hicieron sino retratar al dueño de las mismas, reafirmé mis creencias y convicciones. Vino a decir, en resumidas cuentas, que los aficionados no sólo estábamos cargados de prejuicios contra determinados toreros y contra determinadas ganaderías sino que no sabíamos ver más allá de nuestras narices, no concebíamos ese toreo sideral con toros de una cuarta dimensión que él mismo hierra en campos allende Guadarrama. Que lo teníamos enfilado a él y a quien mata hasta las moscas que pastan en su casa. Le faltó poner la guinda al pastel y haber labrado un perentorio recuerdo, digno de los anales, habiendo traído a colación los nobles cantares del filósofo hispano, aquel que entre los montes de la Orospeda visigoda recitaba con la voz meliflua que «lo minoritario es minoritario porque no embiste».
Y es que, más allá de la anécdota y del comentario, en esa conversación a golpe de gin tonic y maníes sobre la mesa radica la distancia de pensamiento que hay entre quien forma parte del sistema y quien estando ajeno lo sostiene con su dinero. De aquella charla compongo hoy una imagen que retrata, según mi parecer, la situación comercial y estratégica de cómo está montado todo este sarao; en el propio concepto que la elite tiene de quienes abren la cartera bajo el umbral de la taquilla.
Cuanto menos, que somos imbéciles. Que no sabemos ver la dimensión que trasciende de su verdad concupiscente de la tauromaquia. Pero, ay, amigo. El cliente, soberano, gasta su dinero donde quiere y nada más elocuente que ver cómo el cliente fijo e incluso el potencial muchas veces prefieren ir a gastárselo a otro lado cuando, de entrada, no se le guarda ni el más mínimo de los respetos. Porque en un sincero ejercicio de honestidad, ¿qué hace que la gente vaya a los toros?, ¿qué motiva que alguien salga de su casa para dirigirse con ilusión y una almohadilla bajo el brazo hacia el tendido?
«Cuando tú vas a un concierto buscas que el cantante haga su trabajo y que no vaya con la guitarra rota o que suene mal, ¿verdad», me espetaba el célebre ganadero. Y me atreví, arrogante, a contestarle: «Lo mínimo, cuando voy a un concierto, es que el solista y el resto del grupo estén a la altura de lo que he pegado, a partir de ahí mejor preguntarse por qué hay que seguir oyendo quince años después el mismo single». Y la cosa no terminó ahí y le recordé al criador de bravo la anécdota de Alberti, Machado y Rimbaud. Aquella en la que el poeta y otrora banderillero gaditano le dio a leer al hispalense su libro de poesía francesa. Machado, fumando y absorto en la lectura, le quemó las guardas al libro mientras Alberti veía, abatido, cómo aquel pequeño tesoro le servía al más célebre de los muertos de Colliure de cenicero. Mas luego comprendió que era algo único lo que tenía entre manos, la mayor y más valiosa de las rarezas bibliográficas de su tiempo: un libro de Rimbaud quemado por el genio de la Generación del 98.
Y es ahí, precisamente, donde descansa la moraleja y donde estriban uno de los grandes éxitos comerciales de la Liga Nacional de Novilladas: en presentar geniales rarezas ante los ojos del espectador del siglo XXI. Toreros saliéndose del cliché para lidiar cualquier tipo de encastes sin importar el público y la plaza. El aliciente de la competición y el pundonor obligándoles a jugarse el muslo lo mismo ante el juampedro que ante el ensabanado de Veragua. El compromiso con el toro y con su supervivencia, dándole su sitio y lugar, sentando en la mesa de los mayores, a los que durante tanto tiempo han sido apartados de la cotidianeidad de las plazas por mantener a costa de su bolsillo y su afición la virtud de lo único.
Porque sí, la alta cocina de sifón y esferas en las que se cocina la tauromaquia posmoderna está muy bien pero es importante conjugar tanta exquisitez con la verdad genuina de la cocina de siempre, la que nos reconcilia a todos y en las que residen los valores imperecederos de la fiesta: la verdad, la integridad, la bravura, la emoción y la capacidad de la imprevisión. Lo siento, pido disculpas por mi toxicidad.